El reto para productores y baristas es tratar de entender cómo se expresan los consumidores a la hora de definir un café.

Quienes trabajan profesionalmente en la producción de cafés se apoyan, para describir cada sensación percibida, en ochocientos precursores previamente establecidos, que, a su turno, se plasman en la gran rueda de aromas y sabores del café.

Cuando damos vuelta a una bolsa para leer las notas de cata, ignoramos que las materias primas utilizadas para su producción suelen pasar por el tamiz sensorial de decenas de personas. Las clasifican dentro una o más categorías, como especiada, floral, frutal, herbácea, vegetal, dulce, tostada, fermentada y otras.  Luego identifican fragancias y aromas que evocan recuerdos a frambuesa, mora, canela, chocolate negro, mandarina, maracuyá… Igualmente, dependiendo del origen y de la altura del cafetal, las ubican en la escala ascendente o descendente de acidez y dulzor natural.

Por si fuera poco, realizan catas en finca y en no pocas salas de degustación: de exportadores, de importadores, de tostadores y de comercializadores. Todo esto antes de llegar al canal de consumo. Sorprende, entonces, que, pese de todas las definiciones establecidas por los expertos, un café puede olerle y saberle distinto al destinatario final. O sea, a usted y a mi.

Porque cada persona está moldeada por lo que ha olido e ingerido a lo largo de su vida, y esa condición puede coincidir (o no) con las de los profesionales. 

Le oí decir a Trish Rothgeb, directora de programas educativos del Coffee Quality Institute, que no deben ponerse en boca del consumidor definiciones que, generalmente, este no reconocerá.

Igual que lo escribí alguna vez sobre el vino, el lenguaje del café debería reducirse a expresiones más comprensibles como café con “gran cuerpo”, “cuerpo medio” o “cuerpo ligero”; “refrescante y vivaz”; “muy complejo o menos complejo”; “cristalino y fácil de tomar”. Después será tarea del barista ofrecer información sobre orígenes, alturas, variedades, procesos de elaboración y métodos de preparación, y deberán acomodar su lenguaje al gusto de los consumidores.

Para Trish Rothgeb, los baristas deben valorar e interpretar la forma de hablar del consumidor –no imponer la suya– para ayudarle a elegir lo que más acorde con sus expectativas. 

La pandemia ha disparado el consumo de café en casa. Sin embargo, y a juzgar por el torrente de ofertas en plataformas como Instagram y Twitter, la comunicación entre productores y consumidores aún dista de hacer un empalme perfecto. 

¿Alguien sabe con precisión qué busca el consumidor colombiano en un café de calidad? 

En verdad, todavía no hay quién responda a esta pregunta. En cambio, nuestros productores y exportadores –y nadie los culpa por ello– sí conocen de sobre los gustos de los consumidores estadounidenses, ingleses, nórdicos, japoneses o coreanos. Y por pueden abrirse paso en esos mercados.

Hay que hacer algo, y pronto, para interpretar con precisión cuál o cuáles son los gustos de los colombianos en materia de café. Por eso estoy de acuerdo con las conclusiones alcanzadas por Vera Espíndola Rafael, integrante del consejo directivo del capítulo estadounidense de la Asociación de Cafés Especiales (SCA, por sus siglas en inglés). Ella sugiere, en un reciente estudio sobre Brasil, Colombia, México y Rwanda, que estos países ganarían mucho si se dedicaran a analizar y entender sus propios mercados de cafés de especialidad. No sólo incrementarían sus ventas, sino que, de paso, ayudarían a potenciar la cadena de valor hacia atrás. Vera ha descubierto señales que anticipan un desenlace positivo, porque ya existen compradores locales que pagan tanto o más que los mismos clientes internacionales. Y si a esto se agrega una comunicación más fluida entre producción y consumo, el panorama sería prometedor.