
Hace un par de semanas, me referí en mi podcast y en este portal al anuncio sobre el descubrimiento de Yemenia, el nuevo grupo genético de la especie Arábiga. Allí señalaba que la gran propagación del café en el mundo antiguo se hizo desde Yemén, en su tiempo, hacia finales del siglo XV, una de las más importantes regiones del sur de Arabia, especialmente su puerto de Mokha.
Igualmente, comentaba que, desde ese territorio, se llevaron de manera encubierta los primeros arbustos y semillas hasta India e Indonesia (los dos primeros polos de expansión del producto), y luego, desde esos lejanos lugares, tanto el cultivo como la cultura cafetera se propagaron al resto de Arabia, Asia, Europa y América.
En paralelo, Yemen también fue el punto de partida de la historia del consumo. Los primeros bebedores fueron monjes sufis, ciudadanos del común durante el día y aplicados religiosos en la noche, quienes necesitaban del café para rezar y extasiarse dando vueltas hasta el amanecer.
De ese inicial entorno sagrado, el café se adoptó rápidamente en la cotidianidad. Los poderosos destinaban lugares especiales en sus casas, mientras que los ciudadanos modestos tuvieron que establecer sitios especiales para consumir la bebida, a los que llamaron kaveh Kanes o casas del café.
La costumbre de beber café se extendió rápidamente por todos los centros islámicos, como Persia, Turquía, Egipto y el norte de África.
Cuando los regentes religiosos comenzaron a notar que los feligreses pasaban más tiempo en las casas del café que en las mezquitas –hablando, gozando, apostando, drogándose y hasta teniendo sexo–, se vieron obligados a imponer una veda total al consumo. Arguían, además, que la cafeína despertaba la lucidez –cosa que no hacía el vino — y, por tanto, era estimulaba el debate de asuntos baladíes y profundos, o, incluso, estrategías para oponerse al poder reinante.
En 1475 se estableció un modesto bebedero formal de café en Constantinopla, llamado Kiva Han. En 1555, en la misma ciudad, dos comerciantes sirios, Hakim, de Alepo, y Shamps, de Damasco, abrieron las puertas del primer gran café público de la época, cuyo diseño se popularizó rápidamente. Diez años más tarde el ascendía a 600 locales.
En estos sitios, el café se preparaba en un punto central y los clientes se sentaban sobre cojines, en el suelo. Sin importar su posición social, se les atendía en su orden de llegada. Muy similar a lo que ocurre hoy.
Gracias a los movimientos migratorios, el modelo se llevó a Viena y Venecia, y, desde allí, al resto de Europa.
Hoy no es difícil concluir que los cafés de la actualidaad son lilteralmente una copia de las casas de café islámicas, o sea, foros para debatir desde lo informal, público, literario, hasta lo político y social. De esos primeros clientes –políticos, escritores, artistas, pensadores y tramadores de derrocamientos y revoluciones–, hemos pasado a profesionales, oficinistas, amigos y dilentantes diurnos y nocturnos, que encuentran en el café un segunto espacio vital después de su casa. Bienvenidos al pasado.